lunes, 5 de enero de 2015

El cielo de los leones


Yo paso tardes enteras ambicionando la luna que abre un río de luz sobre el mar frente a Cozumel, busco el modo de hacer el viaje, de coincidir con la noche de luna llena para dormirla bajo su embrujo, marco en la agenda la mañana en que saldrá el avión y, a partir de ese momento, aunque falte un mes, ya me interrumpe en las madrugadas el afán. ¿Qué es primero, la seducción o el deseo? Quizás van alternando sus hallazgos y equívocos. ¿Tras cuánto tiempo de anhelar algo, llega hasta nuestros ojos y nos rinde como una sorpresa? Ya creemos olvidado un deseo, ya no lo acoge nuestra piel, desde hace siglos que no cerca nuestra inteligencia, y vuelve un día como un milagro, justo como si irrumpiera en el primer momento en que lo deseamos. Extraña correspondencia la que existe entre los deseos y la seducción. 


Por fin llego al mar y a la puesta de sol, al pescado frito, al aire húmedo y tibio de un regazo. En la noche me tumbo a esperar que la luna vaya subiendo hasta que me duermo quién sabe a qué horas. Medio despierto a veces y la miro unos minutos, vuelvo a dormir bajo ella hasta el amanecer. Todo sale de mí, el deseo y la seducción. Yo he ido a buscarla, yo me rindo a su encanto, ella se queda impávida, y cuando vuelva a flotar sobre el agua, dentro de un mes, no extrañará mis ojos, ni mi delirio contemplándola. ¿O sí?

Si los Santos Reyes no existen, si las noches iluminadas esperándolos, si el vilo de los días previos a la clandestina llegada de nuestros padres con los regalos, si todo eso no fue producto sino del deseo de que fuera cierto, me pregunto por qué la pura fecha me seduce y me rinde a su recuerdo. Tal vez nada sea más seductor que lo que inventamos para que luego nos seduzca. ¿Deseamos una voz, la palma de unas manos, la punta de unos dedos? ¿Desde abajo hasta arriba deseamos unas piernas? ¿O es que todo eso nos sedujo mucho antes de que imagináramos el deseo? ¿Qué será?

Yo no hubiera querido un chocolate si de ellos no saliera ese olor a trópico y arrebato. Pero todo fue probarlos, ¿y qué tarde no quiero un chocolate? A cuántas pequeñas seducciones hay que negarse. Ahí está una copa de vino blanco haciéndome pensar en la risa entregada y fácil que me produce al darle dos tragos. ¿Cuándo fue que me sedujo el vino blanco? ¿Cuándo el pan, las aceitunas, el azúcar? ¿Por qué incluso el encuentro con esas seducciones tiene que controlarse?

A cada quien lo seduce un abismo distinto: yo podría ir al cine mañana y tarde todos los días, podría comer en desorden, todo lo que la edad y las razones de mi cintura quieren prohibirme, querría abrazar y abrasarme mil veces más de las que puedo. Yo me dejo caer en los recuerdos, me persuaden durante horas a la hora menos indicada.

De todos los pecados que condena la Biblia, el primero es rendirse a la seducción. Yo lo cometo a diario, no sólo para contradecir las instrucciones bíblicas, sino porque a veces cuesta vivir, y no hay como abandonarse a la seducción para encontrar, cada jornada, los mil motivos que tiene la vida para hacer que la veneremos. Todos los días nos seduce algo nuevo. El color de la tarde, la luz con que descubren el sexo los adolescentes de la casa, la inteligencia con que descifran el mundo, la falda nueva que se puso ella, la viejísima playera que volvió a ponerse él.

Cualquier mañana puede una carta convertirnos en jóvenes, cautivar nuestra índole hasta hacernos creer que la piel de los veinte años se recupera invocándola. Y ¿cómo negarse a semejante seducción? ¿Para obedecer cuál lógica? ¿Para encontrar cuál

consuelo? ¿El que se cifra en el entendimiento? Sabe uno bien que se hace de noche, crecen los adolescentes, deja de haber cartas, tenemos la piel que cruza por nuestros años. Sin embargo, qué maravilla cada momento frente a la seducción del momento. Eva estuvo para lamentarlo, nunca uno de nosotros. Nunca quienes no quieren ahogarse en este tan renombrado valle de lágrimas.

Contra cada lágrima el buen conjuro de un deseo, para cada instante en que se nos agoten los deseos, el alivio y la insensatez de una seducción. A ratos, movidos por la cordura y las leyes, tendemos a acusarnos de fáciles, de excedidos, de tontos: nunca

debí enredarme con las nubes, nunca cantar en público como bajo la regadera, nunca subir de golpe estos tres kilos, nunca irme a Venecia con la imaginación, nunca dormir en el piso ¿qué? del edificio ¿qué?, ¿en qué ciudad? Nunca creer en los hábitos de la locura. Nunca desafiar la sensata palabra de la sensatez.

No hay nunca que valga, y como decía tía Luisa, cielo hay para todos, hasta para los leones debe haber un cielo. Por eso nos atrapa la seducción. Porque, ¿qué es la bendita seducción, sino el sueño de que hay tal cosa como el cielo?



Mastretta, Ángeles
El cielo de los leones 

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